Aunque están relacionados, el aislamiento social y la soledad tienen significados diferentes. El aislamiento social se refiere a la falta de contactos o interacciones sociales, caracterizado por una red reducida de relaciones sociales o familiares y/o una baja frecuencia de contactos (de Jong-Gierveld et al., 2018; Sandu et al., 2021). La soledad es una sensación subjetiva que surge cuando existe una discrepancia percibida entre la calidad o cantidad de relaciones sociales deseadas y las reales. A diferencia del aislamiento social, la soledad no siempre está vinculada a la presencia física de otras personas, sino más bien a la necesidad emocional de compañía (de Jong-Gierveld et al., 2018; Perlman & Peplau,
1981; Sandu et al., 2021). Por este motivo, la soledad crónica se ha asociado con numerosos efectos negativos para la salud, como depresión, ansiedad, problemas cardiovasculares y debilitamiento del sistema inmunitario (Fakoya et al., 2020).
La soledad y el aislamiento se manifiestan de forma distinta en cada persona, y suelen estar influidos por circunstancias personales, comunitarias o sociales (Sandu et al., 2021). Los factores individuales que aumentan la probabilidad de soledad incluyen el estado civil (ser soltero, divorciado o viudo); la falta de relaciones familiares o cercanas; vivir solo; o enfrentarse a tareas de cuidado o atravesar cambios importantes en la vida. Otros factores de riesgo están relacionados con la migración, la pertenencia a una minoría, el bajo nivel educativo o de ingresos, experiencias traumáticas (por ejemplo, abusos, encarcelamiento, personas sin hogar) y problemas de salud como demencia, discapacidad o movilidad reducida (Cohen-Mansfield et al., 2016; Hansen & Slagsvold, 2015).
Los factores comunitarios que contribuyen al aislamiento incluyen la escasez de relaciones sociales, las dificultades en el transporte y los barrios inseguros o desfavorecidos. Las personas mayores que viven en zonas rurales con discapacidades o en áreas urbanas con altos costes afrontan mayores riesgos, al igual que quienes no tienen acceso al empleo, a tecnologías de comunicación o a internet (Cohen-Mansfield et al., 2016; Victor et al., 2012). Finalmente, el contexto socioeconómico y cultural influye en la soledad, ya que la privación material y los bajos ingresos limitan la interacción y participación social. Los sistemas de bienestar, incluidas las políticas de pensiones, influyen directamente en la capacidad de las personas mayores para integrarse en la sociedad y reducir el aislamiento (Jivraj et al., 2012).
Un estudio reciente respalda esta conclusión, revelando que las mujeres, las personas viudas o solteras, quienes viven en instituciones y quienes residen en zonas rurales son más propensas a experimentar soledad (Susanty et al., 2025).
 
													GA no:
2023-1-NL01-KA220-000156207
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